David Hockney.
La primera vez que supe algo de él fue en mi primer viaje a Londres
cuando visité el Tate. Captó al instante mi atención por esos lienzos
tan grandes que ocupaban paredes enteras. Salió publicado un artículo de
varias páginas sobre su vida y obra en El Cultural y me zambullí a la piscina. Pintar al plain air. Esto
nos suena cuando en clase nos hablaban de los impresionistas, que
audacia la suya la de salirse de su estudio! Pero que monotonía la de
pintar algo haciendo solo el esfuerzo de imaginarlo, que a la vez es el
ejercicio más difícil.
Pero si que puede resultar cuestionable
la vida de un artista pegada toda ella en un caballete clavado en un
estudio, ¿no? Las historias que contar están en la calle, los colores
están en los ojos de la gente y sus caras, sus arrugas se cuentan
lentamente con las yemas de los dedos. Las láminas mienten, y el
caballete queda reducido a una silla donde enseñar a mover la muñeca,
pero cuando está quiere explorar debemos abrir la puerta.
Hockney
apuesta porque el artista se adentre en el rincón más efervescente del
planeta y que hable, que cada mes sea una nueva historia que contar con
colores diferentes. No permanecer parados ante los cambios del mundo, y
responder con sentido común y autocrítica.
Sus cuadros son una especie de fotografías robadas de carretes y
coloreadas en ratos libres con temperas, cada hoja un color propio, cada
sonrisa un guiño de ojos.
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