28.1.12

1940

Ya desde hacía tiempo le había visto pasar junto a mi ventana. Nunca creí en el destino, el azar o la suerte pero desde ese día mi vida se vio sacudida por una enorme tempestad. Como cada mañana me tomaba un café ardiendo y salía por la puerta con una manga de ese abrigo de pelos que mi madre me había regalado desde que dejé de aumentar de altura. Eran días fríos en la ciudad, estaba totalmente acostumbrada a este tiempo y cualquier queja de los turistas que asolaban la ciudad con sus cámaras enormes me resultaba cómico y no podía evitar esbozar una sonrisa cuando oía sus palabras malsonantes y al cruzar la esquina empezaba a reírme sola, como a alguien quien le han contado un chiste hace unas horas y no puede evitar reírse cada vez que lo recuerda.

Me esperaban en el estudio. Como siempre mi falta de puntualidad se hacia notar y ya llevaba varios toques de atención, sino hubiese sido mi jefe un viejo conocido de mi padre me habrían despedido en la primera semana. Trabajaba en una vieja tienda de antigüedades, y si pensaba que iba a llegar excesivamente tarde cogía un croissant o algo que rompiese con el ceño fruncido de mi jefe que me esperaba en la tienda para colocar las nuevas cajas que habían llegado. Era un señor algo corpulento, con una mirada triste que se enfrascaba en los textos de libros de autores enamorados del siglo XX o pasaba horas contemplando los espejos a los que parecía adorar.

Cuando llegue me dio la regañina oportuna. A día de hoy creo que afirmar que era algo así como un ensayo que tenía preparado y reinventaba alguna frase ya fuese por el día de la semana en el que nos encontráramos o por sus largos años vividos que pesaban ya sobre su físico.







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